Luisa, estudiante de un colegio en el Valle, se levanta todas las mañanas a revisar su feed de redes sociales. Como muchos otros adolescentes de su edad, espera aprobación social e integración grupal, dos rasgos fundamentales para que una joven como ella se sienta a gusto, valorada por su comunidad y, por lo tanto, útil y valiosa como individuo.
Lógicamente, en la vida de una adolescente esta pertenencia a un grupo de pares es de absoluta importancia, porque es en ese espacio que se termina de forjar la personalidad. Además, no nos digamos mentiras, aquellos que rodean a Luisa en redes sociales, sus compañeros, son los que, sin duda alguna, la van a acompañar por el resto de su juventud.
Espacios tan valiosos -que deberían ser tan divertidos- como un partido de básquet mañanero o una fiesta de 15 años en la noche de algún viernes, son solo algunos de los momentos en los que Luisa y sus compañeras se relacionarán -quizás, para mal, como veremos más adelante-. No obstante, en la vida social de la segunda década de este siglo, estos espacios son solo la mitad de lo que se podría denominar ‘convivencia’. La otra mitad es aquella que Luisa y sus pares comparten en Twitch, realizando actividades de esparcimiento; en Instagram, compartiendo momentos importantes de sus vidas; en Twitter, opinando sobre deportes o política; en TikTok, imitando trends virales de música o de baile. Esta otra mitad -la mitad virtual- es tan importante hoy día como la mitad física, dado que nuestros modos de interactuar como seres humanos tienden a digitalizarse cada vez más.
Volvamos al caso concreto. Luisa, cada día que toma su tablet o su celular para revisar redes sociales, se encuentra con decenas de mensajes agresivos, muchos de ellos de perfiles falsos, que la juzgan, que la critican, que la hacen sentir sola e inferior, como si fuera ‘otra’, ‘distinta’, ‘rara’, en lugar de sentirse como parte integral del grupo en el cual convive. Quizás, Luisa encuentre un pequeño agujero de escape de todo este clima sórdido. Puede que se sumerja en el oscuro mundo del juego de la ‘ballena azul’ o podría verse tentada por Alberto, quien aparentemente es un joven de su edad que la ha venido cortejando por inbox durante semanas enteras, con el propósito de, quizás, llegar a ver a Luisa desnuda. Lo que Luisa no sabe es que, quizás, Alberto no es un joven como ella, sino un depredador sexual mucho mayor, que en realidad no quiere acompañarla y acogerla, sino tan solo obtener algún favor sexual de su parte.
Ante este escenario, el derecho penal en nuestro país solamente presenta algunas barreras que podrían llegar, eventualmente, a adaptarse a este escenario. Por ejemplo, se podría hablar de los delitos de injuria, de hostigamiento, de inducción a la prostitución, de actos de racismo y discriminación, o incluso -recientemente, tras fallo de la Corte Suprema- de actos sexuales abusivos. Sin embargo, estos tipos penales no están dirigidos a atacar los fenómenos que tanto aquejan a Luisa como tales, es decir, no están dirigidos a castigar directamente ni el ciberbullying, ni tampoco el cibergrooming -términos bastante extraños, pero, irónicamente, bastante comunes en la realidad (virtual) en la que nuestros jóvenes y adolescentes pasan más de la mitad de su tiempo de esparcimiento y convivencia con sus pares-.
Esta situación es sumamente grave, dado que no existe una vía decisiva y determinada por la cual los padres puedan defender a sus hijas -como Luisa-, cuando juzgan que el acoso y el maltrato han sobrepasado, sin dudarlo ni un solo segundo, las barreras de los meros manuales de convivencia. De hecho, son conductas de absoluta gravedad, que se hallan ad portas de causar un grave daño psicológico e incluso psiquiátrico a nuestros jóvenes.
No se trata de realizar maromas legales y de tratar, a toda costa, de adaptar tipos penales antiguos a fenómenos propios de la realidad actual. No. Se trata de que el derecho sirva como instrumento, justamente, para defender bienes jurídicos que hoy mismo, a esta hora, están en riesgo y por culpa de esta falencia en nuestro ordenamiento, miles de colombianos vulnerables, jóvenes e inmaduros, presas de la angustia y de la desesperación por el acoso o por el cortejo ilícito cibernético, pueden llegar, incluso, a quitarse la vida. Estamos hablando, entonces, de un fenómeno tan silencioso como letal, frente al cual, al día de hoy, lamentablemente, no existe aún una respuesta clara.
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