“Cuando nos ocupamos del enfermo y del necesitado, estamos tocando el cuerpo sufriente de Cristo y este contacto se torna heroico; nos olvidamos de la repugnancia y de las tendencias naturales que hay en todos nosotros”. Sabias palabras de la madre Teresa de Calcuta, que enfatizan en el profundo honor que acarrea el servicio y al mismo tiempo en la grima que causan aquellas personas que no mueven un dedo para servir, o aquellas que aparentan servir, cuando lo que en realidad buscan es lastimar y herir a los demás.
Siendo el servicio un valor fundamental para todos los católicos, consagrado en la Carta Encíclica Fratelli Tutti, del Papa Francisco, no se comprende cómo es posible que un grupo de religiosas en Chocontá, Cundinamarca, posiblemente haya tergiversado por completo el significado de esta labor social de amor al prójimo y, por el contrario, haya entendido que el ‘servicio’ podía cumplirse mediante un trato tan degradante hacia un pequeño niño como amarrar sus genitales con cabellos humanos para impedir que orinara en las noches.
Esta descripción tan grotesca se acompañaba, posiblemente, con castigos físicos, que aunque hasta ahora no tienen necesariamente una connotación sexual, la rozan peligrosamente.
A raíz de lo anterior, es perentorio indicar que nuestro Código Penal contempla de manera clara y tajante el delito de tortura, que está dirigido para aquel criminal que inflija a una persona dolores o sufrimientos, físicos o mentales, para castigarla por cualquier acto que esta persona haya cometido, o para intimidarla.
Claramente, si el grupo especial designado por la Fiscalía General de la Nación, gracias a la priorización de este caso (que, en buena hora, celebramos), llega a determinar la inferencia de ocurrencia de este comportamiento, estas farsantes que se hacían pasar por servidoras de Cristo para violentar los derechos de nuestra niñez, tendrían que enfrentar una pena cuyo mínimo supera los 10 años y que estaría agravada por tratarse de un menor de edad.
Seguramente, el perpetrador de semejantes aberraciones se escudaría en que lo hace debido a alguna práctica histórica o culturalmente aceptada, nacida de quién sabe qué interpretación torcida de la religión, en quién sabe qué lugar recóndito de este planeta. De ser así, pretendiendo torpemente sostener algún error de prohibición que habilitaría a ejecutar castigos corporales contra un menor de edad, conviene entonces preguntarse: ¿dónde está el límite para este tipo de castigos? Pues bien, para ello hay dos respuestas:
La respuesta legal es que el bien jurídico protegido se entiende violentado cuando se ejecuta el acto que pretende ensombrecer la esencia de la dignidad humana, puesto que nada ni nadie puede autorizar a que un ser humano degrade a otro mediante vejámenes físicos o mentales, causándole dolor e incluso traumas futuros, bajo la excusa de ‘castigar’ o ‘educar’.
La respuesta histórica, que va por el mismo sendero, nos remonta a la historia de la Colonia Dignidad, en Chile, donde un grupo de niños alemanes y posteriormente también chilenos, fueron sometidos a terribles tratos, encierros forzados, aplicación de sedantes, golpizas, discriminación y burlas grupales, por no obedecer los designios de aquel mesías hitleriano llamado Paul Schäfer, quien creía que había sido enviado al Nuevo Mundo para educar en valores supuestamente ‘cristianos’. En últimas, se comprobó su naturaleza antisocial y recibió, a los 83 años, una sentencia de prisión ejemplar, que se tradujo en su fallecimiento tras los barrotes en el 2010.
Tanto la historia, como la juridicidad, como también la correcta interpretación de la religión católica, nos deben conducir a un mismo punto: la reivindicación de los derechos de los vulnerables, su protección y acogida. Y, en el otro lado de la moneda, el férreo castigo hacia quienes, bajo el manto de la religiosidad, pretenden darle una bofetada a la dignidad de los demás seres humanos. “El que no sirve para servir, no sirve para vivir” -dijo sabiamente la Madre Teresa-. Una vida de sevicia, bajo el manto de la religiosidad, sencillamente es una vida sin sentido, que merece total repudio.
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