“El Estado soy yo”, expresó Luis XIV, el Rey Sol hace cinco siglos, en un momento de la historia en el que imperaba una monarquía absoluta en Francia. Y así era. El rey era el Estado. Pero tras la revolución francesa y la Ilustración, un siglo después, todo cambió.
El mundo empezó a conocer la democracia, es decir, el gobierno del pueblo. Una especie de sustitución en el trono del rey por los gobernados, que gracias al nuevo modelo de sociedad civil relevó a la monarquía y estableció un nuevo contrato social.
“Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee”, indicó Juan Jacobo Rousseau, en su tratado.
Sobre esa base se fundó el Estado moderno. Por eso, aquello que ha venido a relucir en algunos sectores políticos durante la actual campaña electoral colombiana, de que el Estado es de la ciudadanía, es cierto, así algunos se lo roben. El Estado es la suma de gobierno y ciudadanía y, a la vez, el gobierno es una representación de esa voluntad general ciudadana, que vota y elige a sus representantes en el poder público. Lo que quiere decir que la ciudadanía está doblemente implicada en lo que conocemos como Estado.
Pero resulta que, en la realidad estatal y gubernamental colombiana, la ciudadanía es la que menos cuenta. Es la menos representada. La que se pasan por la faja en el gobierno, porque las decisiones fundamentales que nos conciernen a todos las toman unos pocos de espaldas a la comunidad que los eligió.
Para Rousseau, “la sociedad es una verdadera sociedad cuando es la expresión de voluntad general, entendida como el bien común real”. Pero eso no es lo que ocurre entre nosotros.
Aquí los políticos se roban la voluntad general, porque se aprovechan de ella y compran conciencias para hacerse elegir, y la hacen a un lado cuando tienen que gobernar o legislar. Es una forma de valerse de la legitimidad del régimen democrático expresado en el voto para perseguir su beneficio particular. Con lo cual terminan legitimando la corrupción a través del clientelismo, la contratación estatal y la cooptación del Estado por parte de clanes y estructuras político-empresariales de aprovechamiento del erario.
De esta manera, quienes así obran traicionan la confianza del elector, atentan contra el sistema democrático e incumplen el pacto social expresado en la Constitución Nacional, que les confió el electorado, cual es el de atender y respetar su voluntad general por encima de sus intereses particulares.
Bien lo dijo Rousseau: “Este interés particular no puede ser un derecho, pues ahí ya estaría yendo en contra de lo general y convertiría la asociación o el contrato en algo tiránico o bien inútil”.
Que quede claro, los presidentes, gobernadores y alcaldes por la rama ejecutiva; y los senadores, representantes a la Cámara, diputados y concejales por el Legislativo, son elegidos por voluntad del pueblo para que cumplan unos programas de gobierno que se pusieron a su consideración y por los cuales votaron. No para ser desconocidos, incumplidos o para que el contratista y el contratante se confabulen y se apropien de los recursos, sino para ser ejecutados en proyectos de beneficio común como debe ser.
Pero aquí hemos olvidado la lección. Desde el mismo principio de libertad de los individuos para elegir que subyace en nuestro pacto como sociedad civil, porque las conciencias se compran aprovechándose de la necesidad e ignorancia de la gente. Las empresas electorales que se han puesto al descubierto para la compra de votos en la costa Atlántica no son más que una muestra del empresariado político que se ha enquistado en las elecciones del país.
Lastimosamente así funcionan las grandes maquinarias políticas en Colombia, lo que hace que se perpetúen en el poder los mismos y se cierren los espacios de participación para quienes aspiran a llegar con ideas y luchas sociales auténticas, antes que con contratos y compra de votos.
Claro, hay muchos individuos que buscan llegar al poder, no para prestar el servicio social que supone la política y el gobierno, sino para lucrarse de él. Por eso se ve tanta microempresa electoral de pequeños oficiales alistados en la milicia política con el deliberado propósito de engrosar el ejército de la corrupción.
Al final como dijo Rousseau, este contrato social de convivencia y progreso que tácitamente firmamos todos al aceptar la democracia, termina “en algo tiránico o bien inútil”. O, peor aún, en algo perverso y destructivo de los mismos cimientos de la civilidad que amenaza la sostenibilidad de la democracia. ¿O será que queremos una monarquía o una tiranía gobernándonos? Por eso, el debate electoral del próximo domingo 13 de marzo es un buen pretexto de reflexión sobre estas preocupaciones del Estado moderno. Y una buena oportunidad para comprometerse con la democracia y el pacto social que nos tiene aquí y no en la monarquía, la tiranía o el autoritarismo. Es el mejor momento para expresar y defender nuestra libertad política. Para defender nuestra soberanía y nuestro futuro como sociedad.
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