Cuando los seres humanos dejaron la Edad de Piedra y constituyeron, que se sepa, la primera civilización real en Babilonia, lo hicieron a la par que se inventaron la escritura. Existen testimonios arqueológicos de las tabletas de arcilla donde los habitantes de esas entonces boscosas llanuras del Tigris y el Éufrates dejaron impresos lo que se llama la escritura cuneiforme. Debieron entonces archivarlas en lo que serían las primeras bibliotecas o sacar copias de ellas para enviar a los sátrapas que administraban las provincias.
Siglos después los egipcios -o acaso ellos lo hicieron primero- usaron los jeroglíficos para montar el alfabeto que miles de años después lograrían traducir los arqueólogos de las pirámides. Lo pintaron en sus losas graníticas y algunos creen que fueron también los primeros en usar el papiro como antecedente del papel para imprimir la sapiencia. 2000 años más tarde surge el pergamino en el envés de los cueros para dejarlos a la posteridad y se afirma que en la China hacia el 200 d. C. se inventan el papel proveniente de la corteza de los árboles, el cáñamo y de los sobrantes de paños.
Desde ese entonces habíamos guardado la sabiduría y los relatos de cada tiempo presente en el papel, hasta que llegaron en el siglo XX las grabaciones magnetofónicas, los disquetes, los casetes y los CD. Paralelos a todo ello se fueron creando más bibliotecas, los archivadores y las vasijas de barro como en el mar Muerto o de metal como en Harvard para guardar lo impreso. Con el vértigo de las dos últimas décadas y la cultura del computador hemos abandonado el papel, convertido en dinosaurios a las bibliotecas y a las hemerotecas y digitalizado cada vez más el conocimiento impreso. Sin embargo, la modernidad ha traído la desconfianza y como ya no hay ni betamax ni VHS ni aparatos en dónde reproducir los casetes ni los disquetes y las computadoras ya no traen las ranura para meter los CD, y no se sabe cuándo dejarán de ser leídas las memorias digitales, el mundo tiene que apelar otra vez a los libros y los impresos o usar el archivador universal: la llamada nube.
Allí dizque cabe todo hasta la eternidad. El peligro es que las bibliotecas pueden ser nuestras, de los herederos o del Estado para los públicos de siglos y siglos, pero la prodigiosa nube es propiedad de los monstruos que se han adueñado del mundo y si por alguno de sus caprichos totalitarios quieren no dejar entrar a la tal nube o borrar lo que allí hemos guardado, las generaciones del futuro quizás no tengan historia ni recuerdos y volverán a cometer las estupideces como los babilónicos con su torre de Babel.
El Porce, enero 27 del 2022.
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